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La subversión del Estado

Un pacto entre la política, las fuerzas de seguridad y la delincuencia hace posible el desamparo de los ciudadanos que admiten el imperio de la ley y la protección de quienes debieran ser reprimidos por desarrollar actividades ilegales.



Esa es la conclusión que presenta Matías Dewey en “El orden clandestino”.

Matías Dewey acumuló seis años de investigación alrededor de un objeto que no ha despertado el interés académico: “cómo la construcción de poder estatal y gubernamental en la Argentina está íntimamente ligada a la expansión de diversos mercados ilegales”. Su trabajo se concentró en el funcionamiento de dos de ellos, en un mismo espacio: las autopartes y La Salada, en el conurbano bonaerense.

Sus conclusiones, sintetizadas en El orden clandestino. Política, fuerzas de seguridad y mercados ilegales en Argentina , de reciente publicación, son –hay que advertirlo de entrada– terribles: en pocas palabras, el Estado le vende protección a los delincuentes que operan en distintos mercados ilegales. Tráfico de drogas, de personas, robo y desmantelamiento de autos, talleres textiles clandestinos, pornografía infantil, venta ilegal de moneda extranjera, prostitución. El sistema admite tanto esas cosas que nos provocan un rechazo moral inmediato como aquellas otras que relativizamos y naturalizamos con igual rapidez.

En todos los casos, según Dewey, pasa más o menos lo mismo: “El mercado ilegal se constituye por voluntad política, y por su funcionalidad para el ejercicio de la política”.

De ello se deriva que “a los intercambios irregulares no se los reprime, se los usa”. Entonces, a través de una trama que implica un doble pacto –un pacto policial-criminal y un pacto policial-político– se protege a los delincuentes de los efectos de la ley. Y cuando se hace eso, se desprotege al ciudadano, que bien puede perder la vida a manos del delincuente que actúa bajo este particular amparo. En consecuencia, subraya Dewey, “no es exagerado decir que las muertes que resultan de la venta de protección y de sus áreas de exclusión no son más que muertes preprogramadas”.

Nuestra doble moral

–Las primeras formulaciones de tu tesis sobre un Estado que vende protección a los delincuentes en vez de perseguirlos provocó la desconfianza o la incredulidad de tus colegas. Una reacción semejante podrían tener los lectores del diario o de tu libro. ¿Estás seguro de lo que estás diciendo?

–Me atrevería a afirmar que muchos de tus lectores comparten una opinión ambigua respecto de la policía, los inspectores y funcionarios estatales en general. Es difícil encontrar gente que no ponga en tela de juicio el accionar de estos representantes del Estado. Esta opinión puede estar formada por el tipo de información que se consume, pero también, y principalmente, por experiencias propias. Esa experiencia indica que la relación con los representantes del Estado puede ir por dos carriles: uno, formal, conforme a las normas o reglamentos; y otro, informal, que consiste en “arreglar”, para usar un término coloquial. “Arreglar” es lo que yo llamo comprar protección. El policía o el funcionario hacen un paréntesis, suspenden momentáneamente la ley, y a esa acción la convierten en una mercancía que venden a quien quiera ampararse del Estado para poder violar reglamentos o leyes. Este es el mecanismo, digamos, básico. Ahora bien, existe una creencia muy extendida que consiste en creer que esto es sólo “mirar para otro lado”. Es decir, que vender protección significa que policías o funcionarios “no hacen nada”. No es así. Porque no hacer nada tiene consecuencias y puede estar dirigido a provocar determinados efectos. Nadie puede pensar que el jefe de policía de Rosario, que vendía protección a narcotraficantes, se limitaba a mirar para otro lado. No, eso es organizar la suspensión de la aplicación de la ley.

–De todas maneras, dejame que te pregunte si no previste una reacción semejante, porque tu razonamiento lleva las cosas a tal extremo, que en un principio es difícil de digerir...

–Es difícil de digerir porque cuestiona nuestras propias formas de hacer las cosas. En el libro explico que la venta de protección es un fenómeno que se observa entre algunos sectores del Estado y cortadores de autos, narcotraficantes o dueños de talleres ilegales, pero también puede observarse en acciones aparentemente inofensivas, como cuando se le da dinero a un policía por haber superado el límite de velocidad, ante un test de alcoholemia, o cuando los empresarios compran licitaciones. En todos los casos aparece el mismo patrón de relación con representantes estatales, el mismo mecanismo. Sabemos que tenemos esa alternativa. Hasta hemos desarrollado formas muy amables y sensibles de sugerir que queremos comprar un poco de protección. Lo mismo sucede en el sur de Italia. Allí, la mafia se dedica al mismo negocio: a vender protección. La diferencia con Argentina es que allá se trata de un grupo externo al Estado. Y los clientes no son únicamente delincuentes, sino gente común y corriente. La venta de protección es un fenómeno que aparece en diversos ámbitos, con diversas tonalidades. En tal sentido, el fenómeno que describe el libro intenta devolverle al lector una imagen en donde él también aparezca. No es un libro destinado a cuestionar sólo a sectores del Estado. No habría funcionarios vendiendo protección sin ciudadanos dispuestos a pagar para evadir normas y que el Estado no les haga nada.

–Hay ciudadanos y ciudadanos. El que busca zafar de una multa de tránsito o contrata a una prostituta y el que cocina droga o esclaviza personas en un taller clandestino. Tenés en el libro una manera de diferenciar a estos ciudadanos que nos involucra a todos: hablás de acciones ilícitas “moralmente” permitidas.

–Hay un límite. Desde el punto de vista de la gravedad moral, que un juez federal fragüe causas de narcotraficantes a cambio de dinero no es lo mismo que un policía que cobra por una falta de tránsito. Pero, desde el punto de vista del tipo de patrón de relación que se entabla con representantes estatales, son iguales. Se trata de la misma lógica; en esencia son las mismas expectativas sociales: en ambos casos existe la expectativa de que el policía, el intendente o el juez pueden aceptar vender lo que únicamente ellos pueden hacer, esto es, bloquear la aplicación de la ley y comercializar eso como un servicio. Es más, restar gravedad al caso de la falta de tránsito es una justificación que lleva a observar el problema como algo únicamente de criminales organizados y un Estado corrupto. Estoy convencido de que el fenómeno es más amplio y que reside en una tolerancia más o menos generalizada hacia la ilegalidad. Y a veces, la paradoja es que quienes más violan la ley son quienes estarían en condiciones de cumplirla. En general, en el fondo, para ciudadanos comunes como para grandes criminales, siempre es conveniente tener una salida; encontrar a alguien que me ofrece protección para operar en la ilegalidad. Sobre eso también es el libro, sobre esas expectativas mutuas que dan forma a un orden. Existe entendimiento y acuerdos más allá de la ley. Y en ese sentido, no es como muchos dicen, que la Argentina es anómica. No, como dice Marcelo Saín, existe un Estado paralelo que organiza un orden social paralelo. Pero es orden y no falta de orden.

La subversión del Estado

–Trastornar el orden establecido es el significado de subvertir. Pervertir es perturbar el orden. ¿Tu tesis implica una perversión o una subversión del Estado?

–Me inclino a pensar que se trata de una subversión del orden que intentan instaurar ciertas leyes, reglamentos y normas llamadas oficiales. No creo que dichas normas sean de por sí buenas o deseables. La legalidad no es de por sí buena. Pero admitir esto no debe ocultar que todas las sociedades necesitan leyes para regular los intercambios sociales. Se pueden cambiar si se consideran inadecuadas. El problema es que, debido a nuestra organización social y política, no podemos dejar de esperar que un funcionario represente al Estado y a lo que este promete. Nadie puede abandonar la esperanza de que el policía persiga a un ladrón, por usar un ejemplo trivial. O que el intendente haga su campaña con dinero lícito. El orden comienza a subvertirse cuando el policía no persigue al ladrón porque este le pagó para vender paco, o cuando el intendente financia sus campañas con el dinero que le deja la venta ilegal de indumentaria. Entonces los representantes estatales tienen dos mostradores. Uno en el que atienden a los ciudadanos y otro en el que atienden a delincuentes. Sé que la tesis del libro es un poco radical, pero la realidad gana, siempre es un poco más extrema.

–Un Estado con dos mostradores destruye la esencia del Estado. Quien está para cuidarme, en realidad, me deja librado a los delincuentes hasta el punto de que puedo perder la vida o se torna inútil el recurso de la justicia.

–En esa contradicción reside el problema. Es cierto, la creencia en la legitimidad de la autoridad puede llegar a niveles muy bajos. Pero aun con altos niveles de desconfianza persiste la expectativa de que el Estado reaccione adecuadamente. Y esto es así porque nuestro vínculo formal, como ciudadanos, persiste y este implica poseer ciertos derechos a cambio de impuestos. Pero el fenómeno que tenemos en Argentina es que esas expectativas conviven con la expectativa de que, llegado el caso, puedo aprovechar esa realidad de funcionarios venales y comprarles protección, un amparo de la ley. Esto se observa cuando se pone el grito en el cielo por los talleres clandestinos y luego se va a comprar a una “saladita”. Y lo mismo pasa con las drogas, con las autopartes y con la prostitución. Un doble estándar. Esas dos caras conviven y dan forma al Estado.

–Si te entiendo bien, tu planteo no encuadra como corrupción, que es la palabra preferida por ciudadanos, analistas, estudiosos y medios de comunicación...

–Si uno pretende entender el problema tomando cierta distancia valorativa, no considero que sea útil emplear el término corrupción. Es un término que tiene una carga normativa que a uno lo aleja de descripciones más de­sapasionadas. A mí no me interesa juzgar a nadie, sino ofrecer descripciones y explicaciones lo más precisas posibles. En el caso de este libro, se trata de un esfuerzo por comprender cómo funcionan el Estado y los partidos políticos en nuestro país y qué tipos de relaciones se establecen con grupos que operan en mercados ilegales. El término corrupción no me agrega nada. Lo único que hace es poner el acento en el funcionario para declararlo implícitamente culpable y, al mismo tiempo, exculpar al que paga por protección ilegal. Pero acá estamos frente a relaciones sociales y eso es lo que complejiza el análisis. Y existe una razón adicional para no usar el término corrupción. Es un término que supone una división estricta entre los ámbitos público y privado, es decir, supone un tipo de Estado y una historia del Estado que no es exactamente la nuestra. Parafraseando al gran historiador Wolfgang Reinhard, los estados son máquinas históricas y eso hay que tenerlo en cuenta, porque de lo contrario analizamos sociedades con conceptos surgidos en otros contextos sociales y políticos.

–Y en nuestro caso, esa máquina histórica o ha tenido dos mostradores, en el sentido que vos lo planteás, o ha sido faccionalizada por los sectores políticos que han accedido a su administración. En otras palabras, nunca o casi nunca ha sido esa especie de árbitro y garante del funcionamiento social al que se suele denominar “el tercero”.

–Creo que para responder a este interrogante es bueno comenzar distinguiendo entre gobierno y Estado. No son lo mismo, aunque están profundamente imbricados y, quizás por eso, suele creerse que son lo mismo. Mientras el gobierno es un conjunto de funcionarios que van a imprimir una tonalidad específica a la vida económica, política, cultural, etcétera, de un país, el Estado –al menos en principio– se compone por un funcionariado que no depende de las elecciones y que canalizará decisiones gubernamentales. En nuestro país, esta división es muy lábil y ha sido tradicionalmente difícil para ciertas agencias estatales poder construir su autonomía. Las fuerzas de seguridad, por ejemplo, frecuentemente han sido un instrumento de los gobiernos y el caso más claro es el rol que desempeñaron durante la última dictadura. El problema es que el uso de esas organizaciones estatales para fines ajenos a su misión formal ha creado patrones de comportamiento. Uno de esos patrones es la venta de protección a delincuentes. Entonces, el Estado no aparece como un “tercero” que arbitra porque las intervenciones en sus estructuras han creado bajos niveles de profesionalismo y una gran cuota de arbitrariedad. El profesionalismo es clave para que el Estado sea visto como instancia neutral, que protege legalmente. Hay excepciones en nuestro país, como es la Policía de Seguridad Aeroportuaria.

El doble pacto

–Analicemos el doble pacto. Por un lado, el pacto policial-criminal. Por el otro, el pacto policial-político. ¿Cómo llegás a ver y diferenciar esas dos esferas?

–En primer lugar, quiero aclarar que la idea de doble pacto es un concepto introducido por Marcelo Saín. Fue pensado para describir el tándem política-policía-delincuentes, y es valioso porque no surge de elucubraciones abstractas sino de observaciones concretas. Destaco el valor, si se quiere, autóctono de este concepto porque en cuestiones de seguridad existe la tendencia a comprar diagnósticos y recetas que se elaboran mirando realidades completamente diferentes a las nuestras. Creo que la forma más común que adopta el pacto policial-criminal es la zona liberada. En nuestro país, las fuerzas de seguridad administran el delito y no al revés, como sucede en algunas partes de México. Y administrar significa imponerle las condiciones a quienes operan en mercados ilegales. Administrar una zona liberada es regular un espacio ilegalmente protegido, “liberado” del Estado de derecho. Y el pacto político-policial consiste en deslindar el problema de la seguridad pública en la policía a cambio de ciertos beneficios: recursos económicos pero, sobre todo, gobernabilidad, producción de orden con métodos ilegales como detenciones, etcétera. Existe una doble venta de protección: políticos encubren a policías y estos últimos, a delincuentes. Pero considero importante destacar el rol civil y político en esta situación. El doble pacto es la consecuencia de una forma de concebir las fuerzas de seguridad y funcional a no pocos intereses.

–Cuando describís el pacto policial-criminal, hablás de un orden vertical, piramidal, donde las distintas secciones policiales se dividen las ganancias: la base se queda con las migajas de la torta y la plata grande fluye hacia arriba.

–Sí, aunque no es así en todos los casos, existen poleas de transmisión de recursos que parten en las comisarías y llegan hasta los ministerios. No es nada nuevo. Pero, además, lo que el libro muestra es que los recursos no son sólo económicos. Lo que llamo “el orden clandestino” es una constelación que ofrece beneficios en términos de gobernabilidad. Por ejemplo, hay que preguntarse, ¿cuáles son las ventajas de proteger talleres clandestinos en el sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires? Insisto, proteger es sinónimo de no investigar y no aplicar la ley. La respuesta es simple: ofrece gobernabilidad, generación indirecta de empleo informal y promoción del consumo a partir de empleos precarios. Es decir, no sólo la policía local obtiene recursos por no aplicar la ley sino que el gobierno se beneficia ofreciendo protección ilegal a ciertos grupos. Existe una circulación de recursos económicos y otros simbólicos, pero por ello no menos reales. Es por eso que fenómenos diferentes como la ilegalidad, la informalidad y la precariedad, pero que siempre fueron asociados a la marginalidad, son, en realidad, centrales para el ejercicio del poder. Son funcionales para la gestión de la población.

–Ahora, cómo ingresa el lado criminal, quién o cómo determina “con este sí, con este no”, y a qué sectores de la ilegalidad se les brindará protección y a cuáles no.

–La relación entre los políticos y fuerzas de seguridad, por un lado, y por otro, delincuentes, es asimétrica; las primeras tienen el control sobre los segundos. Asimismo, las formas que adoptan los contactos entre unos y otros dependen de los negocios y del tipo de mercancías en juego. Las relaciones son más abiertas, por ejemplo, en el caso de la indumentaria ilegal y más cerradas o puntuales en el caso de las drogas o de los desarmaderos.

–Cuando describís el pacto policial-político, da la impresión de que funcionara una pirámide invertida: que “el rey” fuera el intendente, digamos, que marca el territorio y acuerda las reglas del juego con sus policías y en su distrito.

–Es un error observar este fenómeno como una cuestión de policías. Eso es incurrir en un sesgo que consiste en asumir que la política no tiene responsabilidad en el manejo de la seguridad. Si fuese una cuestión de policías corruptos, sería un problema mucho más sencillo de resolver. Es difícil decir cuán piramidal es la estructura porque depende de cada caso, de vínculos específicos. Pero sí, se trata de una clara responsabilidad política que, además, está ratificada formalmente: es el poder político el que tiene la potestad de nombrar o dar de baja al personal de seguridad. Son los intendentes los interesados en ciertos comisarios y son los gobernadores quienes ratifican nombramientos. Hay que decir que, con la excepción de la provincia de Buenos Aires, hoy en día sabemos muy poco de estos vínculos, a nivel municipal y provincial, en el resto del país. Las ciencias sociales se han desentendido de este problema y los estudios sobre las policías provinciales y los vínculos políticos son prácticamente inexistentes.


Por Rogelio Demarchi para La Voz

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